Les seres humanos se dicen curiosos y entrometidos. Tienen dichos populares como por ejemplo “la curiosidad mató al gato”, ¿mató al gato? ¡Qué drásticos son! ¿Acaso la curiosidad es una cualidad tan nefasta como para desembocar en la muerte, o en realidad se usa de chivo expiatorio para enmascarar la causa verdadera?
Les
voy a contar la historia de un hombre común, bueno, lo que se diga LA HISTORIA,
no, porque de cuento este relato se transformaría en una larga, y por cierto,
tediosa novela. Sólo remitiré a la única vivencia excepcional.
Su
nombre completo era José Luis Carmelo, hijo de Pedro Alberto, que a su vez era
el hijo del anterior José Luis, y podría seguir cinco generaciones hacia atrás,
que es hasta donde se remonta eso que llaman “el linaje familiar” o “el árbol
genealógico”..., pero no hace a la historia que quiero contarles.
Vivía
en una pequeña aldea del norte de lo que llaman España, y su lugar en la
sociedad era lo que llaman “campesino”. Sus días eran rutinarios: qué hacer en
el granero, ver cuántos huevos pusieron las gallinas, ir a buscar algo de leña
para no pasar frío y para poder cocinar, atender la huertilla, y cuando alguno
de los hermanos mayores caía enfermo, era su deber ir a sustituirlo a la mina
local. Con veintidós años ya habían sido tres mil ochocientas cuarenta y seis
veces las jornadas en la mina. Jornadas que nunca se sabía cuánto iban a durar,
ni quién iba a ser el nuevo herido, o hasta fallecido… hoy le tocaba a él.
Resultó
ser que el hermano del medio, Anastasio José Manuel, se pescó uno de esos resfríos
que desembocan en pulmonía cuando no se tienen remedios adecuados y acceso a un
médico; la tos pasó de leve a espasmódica y dolorosa. Entonces José Luis
Carmelo se puso la ropa de Anastasio, sucia del roce diario con el carbón, y
rotosa por el tiempo que no la cambiaban, y partió rumbo a la mina. Llegó a las
siete de la mañana, saludó a los compañeros y los puso al tanto de la situación.
Y
comenzaron las tareas: lo bajaron por el andamio considerables metros, con una
lámpara que funciona a base de alcohol (y después por qué ocurren las
desgracias...) en una mano, y el pico en la otra. La soga hizo tope y él bajó
pisando el áspero suelo del estrecho túnel. “Tac-tac-tac”, empezó a golpear las
paredes para extraer el mineral. “Tac-tac-tac”, una y otra vez. El aire abajo
le era denso, así y todo, siguió y siguió picando, las manos le ardían y en la
cintura y los hombros creía sentir a una colonia de hormigas mordisqueándole.
Para entonces ya había estado metido tres horas continuas, es decir, una
insignificancia de tiempo proyectado sobre el promedio de las jornadas. Estaba
solo, porque hasta ese momento el túnel era tan angosto que sólo entraba una
persona menuda y de hasta 1,70 mts.
Prosiguió
con la tarea hasta estar decidido a tomar un “respiro”, sentar no se podía
sentar, por ello permaneció parado, pero con el pico en descanso. Y es cuando
ocurrió lo que disparó su curiosidad, porque empezó a oír un zumbido letárgico;
prestó más atención, agudizó el sentido y pudo reformular la idea, no era un
zumbido, era un siseo. - ¿Acaso había una víbora ahí? - se preguntó en la
mente. Empezó a sentir miedo, porque el siseo no desaparecía, todo lo
contrario, lo oía más intenso (¿de dónde coños viene eso?). ¡Oh sí! A pesar del
miedo, no quiso quedarse con la duda. Cerró los ojos para guiarse por la audición,
apoyó una oreja sobre la rocosa pared y se empezó a desplazar, con las manos,
mejilla y oreja derechas pegadas en las paredes de mineral, (¡es aquí!). Nada más
tuvo que levantar el pico y empezó a darle fuertes golpes al punto hallado,
llevaba para atrás el pico y lo descargaba con exuberante fuerza en la piedra.
Y entonces una porción se desplomó y a través del recoveco creado y usando la lámpara
pudo dar con el siseador, nada más y nada menos que...
¿Un
dragón? (¡Oh sí, la gran puta, es un dragón!). Pero ¿qué hace un dragón aquí, cómo
podía estar vivo?, pensó. Porque estaba vivo, sino cómo podía estar mirando con
enormes ojos ámbar de pupila vertical, y cómo podía estar exhalando vapor por
sus fauces, mejor dicho, si no estaba vivo cómo podía haber agitado las amplias
alas, se le pasó por la mente como un rayo de luz cuando alumbró con la lámpara
a través del hueco. Y escuchó más que un siseo, escuchó en su mente resonar una
voz grave e imponente.
- Buenas humano, me has encontrado -
escuchó decir al dragón de escamas rojo fuego, hecho que lo hizo gritar de
miedo - ¡No, no, no, le suplico, no me hagáis daño, no le haré nada, no hablaré,
no diré que le he visto, por favor...! - dijo con la cara colorada y llena de
sudor.
- No hace falta que gimas - volvió a
escuchar en la mente -, pues no te haré ningún daño, no me interesa dañar a los
que no tienen intenciones de cazarme - sentía resonar en su cabeza -. Soy
Rigardo y tengo la cualidad de responder cinco preguntas que tú quieras
hacerme. Son cinco porque hoy me gusta ese número, no porque sea una especie de
genio de las botellas - y vio cómo aceleraba y espiaba con su ojo ofidio por el
hoyo - ¿Quieres preguntar...?
Contra
la otra pared pensaba en si seguir la “charla” con el dragón o gritar y aventar
la piedra que llevaba en un bolsillo para que lo suban, pero al final, visto y
considerando que el dragón confesó no hacerle daño, pensó que sería una buena
oportunidad para sacarse algunas dudas, y entonces, empezó a interrogar.
- ¿Tú vives aquí? - fue su primer
pregunta.
Vio al dragón alejarse del agujero y otra vez
volvía a verlo de cuerpo entero, ¡sí que era majestuoso!, pensó.
- Sí, me gustan las cavernas, de vez
en cuando salgo por un túnel secreto que yo mismo escavé - oyó la respuesta en la mente.
- Eres bueno? - fue la segunda.
- Nadie es bueno, las acciones
dependen del contexto en que se efectúen. La bondad es una apreciación humana, lo
mismo que la maldad, son ustedes los que crean esos conceptos, así que según el
humano que se enfrente conmigo, me percibirá como bueno o como malo - y le
pareció verlo sonreír, pero nada más era su enfoque visual -. Te quedan tres.
- ¿Por qué pensamos que no existen?
- Si te refieres a los dragones,
como ustedes nos llaman… Porque los dragones decidimos desaparecer de su
panorama, porque nos han cazado, perseguido y maltratado en demasía. Pero de
vez en cuando yo busco que me encuentre algún humano pacífico con el que poder
dialogar.
El
miedo había desaparecido, se sentía muy cómodo, hasta por momentos empezaba a
olvidarse que la voz entraba por la mente y que estaba charlando con un dragón.
- Mi cuarta pregunta es... ¿cuántos
años viviré? - y otra vez vio al dragón aproximarse y espiar por el hueco - Acércate
y te diré -. Él se acercó seguro y sintió a la lengua bífida del dragón pasar
por su frente – Mjm, ¿quieres saberlo?
- Claro.
- Vivirás veintidós años, te queda
una sola pregunta.
- ¿¡Veintidós, cómo puede ser
posible!? - exclamó impulsivo sin dar cuenta que así había pronunciado su última
pregunta.
- Tu capataz, como ustedes le dicen
al que los manda aquí, se ha olvidado que estás aquí, tus pulmones no son
suficientes para aguantar el dióxido de carbono y terminarás sofocado. Te
quedarás dormido y en tres días encontrarán tu cuerpo. Lo lamento mucho, me
caes bien, José Luis Carmelo.
- Me has sorprendido, nunca imaginé
estar con un dragón, ¡ostias, qué eres un dragón!
- Me gustan los curiosos, los que
quieren ver más, los que atraviesan obstáculos - lo oyó confesar -, no pienses
que mueres por tu culpa, sé qué estás creyendo eso. El problema radica en la
inoperancia de tu capataz, como le dicen a ese tipo que ahora está cerrando la
mina y se ha olvidado que quedó un ser de su propia especie.
- Siento irme, siento flotar, no me
siento... - y cerró los ojos, esos ojos que vieron al dragón Rigardo.
¿Cuándo
será el día que ellos cambien?, pensé para mi dentro, y con magia exhalada de
mis fauces hice el fuego destellante y violeta que volvió a sellar la pared
detrás de la que me escondo.
¡Pobre
muchacho!, pensé durante varios días, porque luego de que los de su especie se
dignaran a bajar y sacarlo del túnel, la tierra y los gusanos fueron su última
compañía, pues su humilde familia depositaba toda la atención en salvar de la
peste al integrante enfermo, para que otro hijo no muera.
Quién
sabe cuánto tiempo tendré que esperar hasta ubicar otro humano de buen corazón
con quien compartir mis saberes y así, tener la oportunidad de contarles una
historia más esperanzadora y alegre. Por el momento me enroscaré en mi cueva
hasta vislumbrarlo.
A.M.